domingo, 7 de marzo de 2010

EL MEDALLÓN DE LAS ROSAS

El medallón de las Rosas

(2005)

1ª. Edición - Conarte

Noviembre 2009

227 páginas

ISBN 978 - 607 - 7903 - 03 - 1


Pasión, lealtad, muerte, misterio, arquitectura y música se entrelazan para formar la sinfonía de El medallón de las rosas, novela donde Muriak Trastoff, un connotado compositor y director de orquesta, empeña su vida buscando un sonido casi mágico que lo lleva hasta Pitombé, un pequeño y pintoresco poblado subtropical. Ahí se desarrolla la trama que entrelaza la vida de sus pobladores y destaca las andanzas del joven Asunción Pérez Aviñón quien, con un trombón zumbador elaborado de carrizos, produce el “sonido nasardo y profundo” que el viejo músico ha buscado por más de doce años. La vida en Pitombé se trastoca, los recuerdos se vuelven misterios y la cotidiana realidad propone nuevas formas de seducción que dejarán huella en el lector. A través de las páginas de esta historia, Jorge Rodríguez despliega un interesante y jugoso manejo del lenguaje pletórico de ambientes que transportan la imaginación a lugares donde el ensueño, la magia y el amor convergen en un mismo sentido.


Jorge Rodríguez, Monterrey, 1957.
Artista plástico multidisciplinario y prolífico autor de ficciones, es miembro de la Cátedra de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey, ha participado en los programas de la Secretaría de Extensión y Cultura de la UANL (2006), y del CRIPIL Noreste (2005). Se han publicado a la fecha sus novelas Martín Calavera (Erre con Erre), La nuez vana (Jus/UANL), No nos pongan flores amarillas (Erre con Erre), y La Dama de Bohemia (Erre con Erre / UANL)


http://www.jorgerodriguez.com.mx/

Otras novelas del mismo autor:



Encerrada en su sepulcro abandonado, Margarita permanecía en silencio recordando el vaticinio del bardo renacentista, y esperaba con ansia el momento de reunir sus polvos tristes con los de su compañero terrenal para recobrar así la alegría de aquellos tiempos.


UNO

Recorriendo los pentagramas mentales con que trataba de poner orden a su desbordada creatividad y algo de paciencia a su frenesí, el viejo director de orquesta llevaba poco más de doce años viajando por el mundo, obsesionado por encontrar a quien pudiera reproducir con algún instrumento musical el sonido nasardo, sibilante y profundo que se había clavado en su mente años antes de emprender el camino. Una vez cubierto el terreno conocido y sin haber encontrado nada, optó por aventurarse a las tierras de ultramar con la esperanza de coronar su búsqueda.

Cruzó puentes y vados, montañas y amplios valles, convivió en comunidades recónditas de las regiones más apartadas del hemisferio, siempre con la ilusión de encontrar la cereza de su pastel. En el extremo sur de la última provincia del país en turno, extenuado por los avatares de su exploración, sintió el cansancio acumulado y tuvo la tentación de regresar al conservatorio de la capital, donde tenía su base provisional y algunas nuevas amistades.

Me he hecho viejo en el camino, le contaba a un parroquiano en un café de barriada del pueblo que se ostentaba como la última estación del tren; pero no claudicaré hasta lograr mi cometido: continuaré mi larga cruzada así se me vaya el último aliento en esta empresa. He conseguido todo en mi carrera; he dirigido las más notables orquestas, me he presentado con éxito ante testas coronadas y tumultos plebeyos, me han solicitado composiciones y dedicatorias los más afamados políticos e intelectuales de nuestros tiempos, pero ese sonido se me ha negado como el agua fresca a un condenado infernal. ¿Cómo describirlo?, ¿cómo conseguirlo? Debo permanecer en movimiento, cubrir nuevas rutas, sumergirme en cada rincón de folclor y cultura que se atraviese en mi camino. Un golpe de suerte, un estar en el lugar y el momento adecuado, un acierto insospechado; creo que sólo eso, la casualidad, me ayudará a tropezarme con él. A veces siento que el círculo se cierra y que, al despertar la mañana o al voltear una esquina, podré escucharlo de nuevo, tan vívido y furtivo como aquella primera vez en el bosque y, en ese momento, sabré que nada ha sido en vano, que mi perseverancia tenía sentido, que porfiar por sobre todo era la estrategia adecuada. Pero no, día a día, mes a mes, de las dos a las cuatro y de las seis a las doce me asalta la duda, una duda que me oprime y se empeña en acabar conmigo, susurrándome al oído para recordarme lo estúpido que fui al abandonar todo por esta quimera. Pero el punto de retorno quedó atrás hace mucho tiempo, y sólo me queda seguir la sinuosa vereda que a veces semeja una interrogación y otras un chasqueante látigo que me arrea en el camino.

Quien lo dijera maestro, aventuró su interlocutor aprovechando un suspiro de Muriak Trastoff; de verdad que la tarea que tiene pendiente es compleja. No entiendo la esencia, menos aun su proyección, pero una cosa sí le puedo decir: está muy lejos de donde empezó, y cada vez más cerca de su destino. Siempre es así cuando al tercer día no se topa con pared.

Tus palabras consuelan, le respondió Trastoff con su acento extranjero, algo hay de verdad en esa sabiduría popular llena de dichos y consejas acuñadas en el diario existir.

No, no me lo dijo mi cuñada, replicó con sorna el paleto; me lo dijo el profesor de quinto. Pero eso es lo de menos. Si va a continuar su camino, déjeme orientarlo: de aquí hacia el sur no encontrará nada, sólo hay una carretera desolada que lo lleva hasta el mar. Creo que lo más conveniente es que tome la ruta hacia la Sierra Frontera y, a medio camino antes de llegar allá, se le cruzará un pueblo panzón lleno de gente curiosa. Es el último rincón de nuestro ajado país; de ahí en adelante, todo es subir la sierra hasta cruzar los límites de nuestra suave patria. Sólo hasta ahí he llegado yo, más allá mi ignorancia me obligaría a mentirle.

Gracias por la infusión y por marcarme el rumbo, dijo Trastoff; creo que es tiempo de partir y continuar con esta aventura. Espero verlo a mi regreso, con el pecho rebosando de triunfo.

Muriak Trastoff avanzó por el estrecho camino a bordo del viejo vehículo que le vendió a buen precio un melómano agradecido: una vagoneta alta con amplias polveras y abultado trasero que los últimos tres años lo había acompañado a recorrer el continente de norte a sur, y que ahora anunciaba con tosidos y estertores su intención de abandonarlo a su suerte en medio de aquella ruidosa ruta tropical. Los tosidos se complicaron hasta convertirse en un continuo rechinar de fierro contra fierro, mientras el aire se enriquecía con los vapores nauseabundos del combustible mal quemado. Por fin, al cabo de cuatro horas de avanzar a regañadientes, el procaz vagón lo dejó varado y lo obligó a terminar su viaje a pie, pues quería llegar al pueblo antes de media tarde. Para su fortuna, el caserío pronto comenzó a recortarse sobre la verde maraña que bordeaba su campo de visión y, al cabo de media hora, caminaba sudoroso por la polvorienta y sombría calzada que anunciaba con sus flancos arbolados el arribo a Pitombé. Guiándose a la vista por un viejo campanario recorrió las callejuelas solitarias en busca de la plaza y, tal como su experiencia le dictaba, ahí encontró el ayuntamiento, la iglesia, un restaurante y un hotel.

Una vez registrado, descargó sus haberes a la par de su humanidad en el mullido y alto colchón de la cama de latón de un pequeño cuarto blanco, con los marcos de puertas y ventanas decorados con cenefas que imitaban los sarmientos de una vid, y remataban con racimos al centro de cada dintel. Un ropero, una mesa y una silla complementaban el menaje; dos calendarios con sendos cromos que reproducían paisajes de acuarela fuera de registro y un arlequín de cartón pretendían alegrar con su presencia la estancia del inquilino. Dormitó con desparpajo hasta que el viento fresco que agitaba las ligeras cortinas del ventanal llevó a sus oídos el clamor de un guacamayo que, encerrado en un amplio pabellón de malla, exigía con insistencia su alimento. Los gritos del animal se entretejían en los sueños de Trastoff como estridentes interrupciones a su interpretación de una pieza barroca en un clave mal temperado, donde cada graznido se traducía en un reventón de cuerdas que, rozando sus sienes, lo obligaban a cabecear esquivando los puntiagudos proyectiles empeñados en perforar sus espejuelos. El maestro se retorcía molesto entre el sopor vespertino y su vuelta a la realidad tratando de adivinar si era mejor cabecear o taparse los oídos, hasta que la ruidosa ave multicolor cambió de un tono agresivo a un periquear comadrero, a la vez que daba cuenta del cubo de semillas de girasol que constituían la base de su alimentación en la hora víspera. Ya despierto y con el ánimo recuperado, Trastoff retomó la calle para recorrer con calma el pintoresco lugar.

Muy cerca de ahí, río arriba, sentado en una terraza techada, a la sombra de altos y robustos sabinos decorados con guedejas de pastle, Asunción Pérez Aviñón remojaba sus pies en el agua fresca que corría entre los pilotes que cargaban el tablado. Recargado contra un barandal dejaba pasar las horas lánguidas de un atardecer lento y quejumbroso, acompañando con murmullos de su trombón zumbador el canto entomológico que, al alimón con el croar de las ranas, se desataba cuando la claridad desmerecía a favor de las sombras. Ahí lo vio Trastoff. No daba crédito a sus oídos. Tenía miedo de que sólo fuera un engaño de su mente ilusionada para hacerlo creer que su largo peregrinar en busca del sonido prometido había terminado. La interpretación de aquel muchacho era magistral. Nada más de oírlo le llamó la atención y reconoció de inmediato el sonido profundo y evocador que llevaba años buscando. Durante ese tiempo había gastado una pequeña fortuna en equipo audio eléctrico, muy sofisticado para la época, y jamás pudo sintetizar una sola nota de aquella audición onírica, mucho menos un acorde o las complejas escalas dodecafónicas que le llegaban desde la otra orilla. Por años trató de imitarlo sin éxito embutiendo esponjas en el pabellón de cuanto instrumento de aliento se había atravesado en su camino. Lo consultó con insignes estudiosos de la acústica musical, y los más exigentes lauderos fallaron al tratar de producir con engendros de madera y cuerdas, o con híbridos de viento y percusión aquel zumbido que parecía más complejo entre más se esmeraba en describirlo. Nervioso, ahora que lo estaba escuchando, el maestro buscaba la manera de cruzar el río y presentarse con el ejecutante pero, hasta donde podía ver entre las pálidas sombras del paraje, no había un puente o pasarela que le permitiera cruzar los escasos veinticinco metros diagonales que lo separaban de su cometido. Para llamar su atención gritó con fuerza en una mezcla de español y dialecto trebitán:

¡Eh, muskharrio! ¡Acá, kartimo!, repetía Trastoff braceando por lo alto sin lograr atraer su mirada. Buscó en el suelo y encontró una vara seca que lanzó con agilidad, cual si fuera una batuta enloquecida en un brillante pasaje wagneriano, y logró impactarla con precisión en la jarra de caldo de papa helado que Asunción sorbía con especial deleite en cada pausa de su interpretación. Confundido por el inesperado proyectil, Asunción levantó la mirada y gritó a voz en cuello citando con claridad a Montclavier:

“¡Touché! ¡Malsano enemigo! ¿Qué gloria crees que encontraréis atacando entre las sombras a un ciego, en el fragor de la batalla a un sordo, en el silencio del sueño profundo a un cansado caminante?”.

La respuesta de su interlocutor tomó por sorpresa a Trastoff pero, al reconocer la cita, reviró con todo su aliento para atraer el interés de Asunción y jactarse de sus conocimientos:

“La gloria que envuelve al cobarde, la gloria que de otra manera no puede alcanzar el necio, la gloria que el astuto atesora en un saco roto que expone su carcaña”.

¡Calaña!, exclamó Asunción.

¡Si así lo dices, calaña es!, respondió el maestro, ¡mi nombre es Trastoff, y si logro cruzar el río te aseguro que no te arrepentirás de escuchar la propuesta que tengo para ti!

¿Trastoff?, musitó Asunción: ¡¿el maestro Muriak Trastoff?!, gritó al intruso.
¡Éxcale, el mismo!

Muriak Trastoff en Pitombé, pensó Asunción, esto es para celebrar. ¡Espere ahí maestro, voy por usted en mi esquife!

Decirlo y hacerlo fue todo uno. Asunción transpiraba emoción por la inusual sorpresa que venía a romper la rutina de su estrafalaria existencia. Corrió con el trombón a lo largo de la terraza, desapareció detrás de una puerta en el extremo opuesto y reapareció por el río en algo que más parecía una carlinga de biplano y un flotador de panga que un esquife, como él lo llamaba. Era un vehículo raro, pero no feo; se deslizaba con suavidad por las aguas lentas del río sin producir sonido alguno y sin esfuerzo aparente de su navegante. Vivir para ver. Esto prometía ser una experiencia nueva para Trastoff; aún presa del asombro, abordó nervioso el vehículo que soportó estable su pesada humanidad sin escorar un milímetro. Con esos ojos escrutadores que lo guiaban en su loca obstinación por analizar y mejorar todo lo que se atravesaba en su camino, Asunción evaluó a su pasajero: hombre obeso de mediana estatura, pelo entrecano de copete escaso y alborotado, barba hirsuta y abundante que ocultaba una gran papada, físico descuidado y pobre condición que lo obligaban a resoplar en momentos de agitación para recuperar la calma y el donaire. ¡Bienvenido a mi esquife!, abrió Asunción; su presencia física cumple cabal con la imagen que tengo clavada desde hace años en la mente: su porte, su aura intelectual. Palabras tan floridas incomodaban a Trastoff, hombre poco gregario y ajeno a los elogios:

No diga más, querido amigo, quiero que sepa que el afortunado soy yo, pues he arrastrado este viejo cuerpo alrededor del mundo tratando de encontrar el sonido que con admirable facilidad produce usted con ese instrumento.

Lo admirable es tenerlo a usted entre nosotros maestro, interrumpió él, disculpe mis maneras, pero con tanto alborozo me olvidé de las presentaciones: Asunción Pérez Aviñón, protegido de don Cliserio Macedo Longoria, diligente caballero que vela por el desarrollo armónico de nuestra comunidad. Un gran hombre, sin agraviar, que ya tendré el gusto de presentarle.

El gusto será mío, dijo Muriak Trastoff, el gusto será todo mío, repitió extendiendo la mano para sellar el momento con un fuerte apretón: este encuentro traerá cosas buenas para los dos y, como tengo la impresión de que no será el último, te invito a hablarnos de tú y a dejar los protocolos, olvídate del maestro, olvídate de los rodeos gramaticales, llámame por mi nombre, llámame Muriak.

Muy bien, Muriak, arrastró Asunción con lentitud; espero que no te arrepientas. Cruzaron miradas de tanteo y se enfrascaron en una conversación que puso a la vista el interés de Asunción por la carrera de Muriak y la inquietud de éste por las habilidades musicales del muchacho.

El esquife derivó con suavidad por el cauce, era el preciso momento en que el sol sucumbía tras la profunda garganta del cañón que se perfilaba hacia el oeste, cediendo la tarea de iluminar el río a las incontables luciérnagas, enjambres atraídos por el aroma de la sudorosa floresta que bordeaba la ribera norte. Se apiñaban como racimos en las ramas colgantes de los sauces y producían con su fulgor una luz que titilaba nerviosa, y que repetía su reflejo en las crestas de las ondas provocadas por el desplazamiento de la embarcación. En la ribera sur, volteando a la izquierda en un meandro, apareció el iluminado muelle de Alberto Pinzón Grajeda, que a esas horas se convertía en el punto de reunión de los hombres del pueblo, para compartir las experiencias de la jornada y cumplir con su rol social en esa peculiar comunidad.

¡Salve, Asunción!, profirió Alberto Pinzón: ¡salve!, repitió con ímpetu.

Alberto proyectaba una energía inagotable. Lo conocían por su tremenda diligencia al atender a todos los parroquianos que visitaban su muelle, y por la capacidad que tenía para cumplir como anfitrión aun en altas horas de la noche, entero, sin perder compostura, sin dejar escapar un bostezo.

Todo fue que el esquife tocara las viejas vigas del embarcadero para que un Alberto Pinzón, en su papel de acomedido valet, ayudara a los recién llegados a poner pie en tierra.

¿Cuándo nos vas a revelar los secretos de tu esquife?.

Cuando compartas el secreto de la elaboración de tu caldo de papa, Alberto.

Con un fuerte abrazo sacudió a Asunción, un abrazo sincero y golpeado, como cachetada de oso. Un apretón y fuertes palmadas en el lomo, como quien quiere aflojar flemas o mullir un almohadón de borra, de esos grandes y pesados que más que conciliar el sueño sirven para alborotar la libido. Con un tosido atorado en la garganta, Asunción respondió al trato y presentó al maestro Muriak Trastoff con los presentes, presumiendo con legítimo orgullo su incipiente amistad. Terminado el rito, fueron directo a la mesa predilecta de Asunción, instalada en una terraza elevada a manera de mezanine, con vista privilegiada a barlo y sotavento, como castillo de proa, desde donde dominaban la concurrencia y el ir y venir del río. Un viento fresco de noche estival auguraba una agradable velada.

Vamos, Alberto, regálanos con tu preciado caldo de papa, sorpréndenos con su frescura y con su aroma.

¡Trabajando caldo de papa!, gritó Alberto.

¿Caldo de papa?, inquirió Trastoff un tanto preocupado por su rechazo a los almidones.

Así lo llamamos, dijo Asunción, no es un caldo como tal, es más bien un destilado del tubérculo que goza de especial popularidad aquí en Pitombé: la papa se hierve hasta que se despedaza y se caldea en el perol, se cuela o se decanta y se repite la operación hasta eliminar los almidones que le dan consistencia rasposa, para transformarlo en un brebaje claro y de cuerpo delgado que tomamos frío. Es el zinfandel de Pitombé.

Entonces no contiene gran cantidad de almidón, apuntó Trastoff.

No, no contiene almidón, continuó Asunción; y los azúcares no denotan su presencia en el sabor, ya que es de gusto seco: se notan en los efectos que producen. Es una bebida energética natural: sólo papa, agua, viento y fuego. Menciono al viento porque mientras se elabora debe orearse para conseguir un grado de oxidación; sin esto, no te daría más energía que una almendra de mamey.

Habrá que probarlo, pero, ¿tanta energía no trastorna el sueño?

Al contrario, resaltó Asunción, la capacidad energética de la bebida se desata en el momento en que el cuerpo pide un esfuerzo extra en el quehacer; mientras tanto, produce una sensación de tranquilidad que te relaja y te ayuda a descansar.

¡De Pitombé para el mundo!, exclamó Trastoff dando pie a las salutaciones.

Tras un largo y refrescante trago Trastoff confrontó a Asunción: hay algo que no entiendo, me acabas de dar una explicación bastante completa de la elaboración del caldo de papa, lo que me hace suponer que tú mismo lo puedes preparar, pero me confunde que, al llegar al embarcadero, debatiste con Alberto sobre un intercambio de secretos, y tú le pedías el del proceso de su bebida, ¿acaso no es el que me acabas de detallar?

Si y no, respondió en voz baja Asunción al momento que movía la cabeza; es una situación que me inquieta y me causa frustración. Conozco el proceso, todos en Pitombé lo conocemos por el mismo Alberto, el lo compartió desde el día en que el río lo trajo a estas tierras. Todos en casa elaboramos el caldo de papa, pero hay algo en el que hace Alberto que le da esas características contrapuestas energético-relajante que nadie ha podido lograr. Hemos experimentado por más de cinco años sin conseguirlo. Siempre he pensado que es el momento de la oxidación el que transforma todo. Es la química; algo hay en el agua que pasa por su embarcadero o en el aire de su terraza, algo sudan los árboles que rodean su propiedad que interviene en el proceso. A veces pienso que los humores de la cocina saturan el ambiente y ese aire se disuelve en el caldo. Tal vez la papa que compra en cantidad se impregna de alguna sustancia o cría un hongo mientras permanece almacenada por semanas en su bodega. Ni siquiera Alberto lo sabe. Él siempre nos ha dicho que su caldo de papa nunca tuvo esas características, hasta que llegó a Pitombé. Siempre lo había bebido como lo hacemos todos en casa, como una bebida refrescante, nunca como fuente de energía. Ese es el secreto que se me niega prueba tras prueba en la barraca. Es frustrante. Es como si tú, con tus conocimientos de música, acústica e instrumentación, no pudieras generar un sonido que te atormenta día tras día. Sabes que existe, pero no puedes descifrarlo, no puedes reproducirlo.

Admirado por la agudeza de su interlocutor, Trastoff intentó abordar el tema del trombón zumbador, pero la conversación fue interrumpida por Alberto Pinzón que llegó a la mesa cargado de platillos preparados con pescado y marisco de la región: un festín en ciernes. Ya habrá un mejor momento, pensó Trastoff, hombre prudente y de sobrada paciencia.

El caldo de papa helado que preparaba Alberto Pinzón era excelente y se llevaba muy bien con las botanas que les seguía poniendo en la mesa el chamaco que la hacía de mesero. El tiempo corrió entre bocadillos, caldos de papa y conversaciones. Asunción insistía en hablar sobre la carrera de un Trastoff apabullado por las emociones del día; éste respondía con prudencia a la inquisición y batallaba para ocultar su ansiedad por saber más del instrumento que lo había llevado hasta ahí. Hablar de él mismo y de sus experiencias no era actividad que abordara con placer; al contrario, el tema le producía una inquietud que saltaba a la vista; para ocultarla, siguió hilando frases que complacían a su anfitrión hasta que se desató el efecto relajante del caldo que habían bebido en abundancia.

Creo que ya es hora de retirarnos, dijo Asunción.

Tienes razón, amigo; alquilé una habitación en el hotel de la plaza, al otro lado del río, y te agradeceré que me encamines. Hay un asunto muy importante que quiero tratar contigo, ¿Podrías acompañarme a almorzar mañana en la fonda del hotel?

No tengo otra cosa en mente, Trastoff, cuenta con eso. ¡Alberto!, ¡la cuenta hermano!

Nada, nada, respondió Pinzón, tu dinero hoy no vale aquí. Es un honor poder servirlo, maestro, ésta es su casa.

Agradecido, Trastoff se despidió con un fuerte apretón de manos ya de camino al embarcadero.

El esquife bogó silencioso río abajo, alumbrado por las macollas de luciérnagas que contagiaban su mutismo a los somnolientos tripulantes. La larga velada llegó a su fin con dos breves hasta mañana en el angosto muelle que subía rodeando los jardines del hotel. La animosidad que le había provocado su encuentro con el sonido buscado y que le había augurado por la tarde una noche de insomnio, cedió a los embates sosegadores del caldo de papa: la energía guardaba vigilia.